Subía nervioso en el ascensor de aquel bloque de pisos de Madrid. Tenía en las manos la última versión de algo en lo que había estado trabajando más de 7 meses (las primeras versiones salieron horribles). Era un cabecero. Esas primeras pruebas me regalaron una sensación que no conocía: la de estar construyendo algo que sí, me costaba, pero me hacía sentir en el sitio correcto. Toc, toc. La puerta se abre. Roxana, la clienta número 001 lo ve. Sus ojos se iluminan. Aún puedo recordar esa gratitud. Y también la mía. No solo me pagó, me regaló el impulso que necesitaba para seguir. Mi hermano pequeño me esperaba en el coche. Lo primero que hice fue abrazarlo. No sé si fue porque me emocioné, porque necesitaba compartirlo o porque intuía que algo muy bonito acababa de empezar. Quizá todo a la vez. Era mediados de 2017. Yo entregaba personalmente cada mueble. Fabricaba bajo un chamizo en casa de mis padres, en Béjar. No había equipo, ni taller, ni web. Solo había ilusión. Y una pieza de madera que hablaba por mí. Hoy, 8 años y 5.000 muebles después, sigo pensando que aquella entrega fue mucho más que una venta. Fue un antes y un después. Una señal de que vale la pena seguir cuando algo vibra contigo. Y tú, ¿recuerdas ese momento en el que dijiste: “esto es lo mío”?